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espectáculos

Bruno Mars y el triunfo del pop

Agencia | 05/08/2018 | 13:35

Hace nueve años, cuando el Lolla se transformó en Ga­gapalooza, muchos veían la aparición de la cantante como una rara avis ante una cantidad enorme de propues­tas dirigidas a una audiencia ávida de guitarras y voces en lamentación.
 
(De hecho, esa noche, Gaga se confrontó a los Strokes que magnetizaron a un amplio sector de la audiencia).
 
Regresemos al 2018, cuando la balanza musical se ha modificado de manera radical.
 
Dermot Kennedy es un ejemplo de ello. Decidió co­menzar en la músi­ca como un artista acústico que pro­siguiera el camino de los que el lamen­to daba reflector... y dividendos. De pronto, se dio cuen­ta que el camino cambió y, con ello, un poco de su apuesta. Eso le valió para ganar un espacio en el escenario principal de Lo­llapalooza en su segundo día.
 
Del hemisferio austral lle­gó Goldfish a la zona elec­trónica. No es poca cosa si se considera que los sonidos que se escogen para dicho escenario son... predecibles. Aquí hay poco riesgo, pero agradecido.
 
En el lado contrario del festival, Parquet Courts se re­cupera del desvelo de la no­che anterior y bromean con la audiencia. No sólo eso, in­tentan recuperar espacio y plataforma para los guita­rrazos y la actitud de eso que muchos encasillan como rock. Juegan con la idea de lo que sucederá más tarde en ese lugar mientras, sí, seducen a una audiencia variopinta.
 
Y digo variopinta, porque en este festival, más que en otros, las diferencias de eda­des son altamente marcadas entre escenario y escena­rio, entre grupo y grupo. Hay propuestas que, sin reparo, quedan desérticas de las que hace casi una década llena­ban Grant Park. Millennials y Zetas –repito, la generación, no el cártel– erradican cual­quier otra generación a partir de su gusto. Un ejemplo: Lauv y Bebe Rexha. El primero (auxiliado por DJ Snake para posicionarse con velocidad) chupa energía y juventud desde el único es­cenario con sombra de todo el festival, oasis urgente para una edición que, a diferencia de las anteriores, no tendrá ni una gota de lluvia.
 
Tyler, the Creator es de esas curiosidades que jalan a todos más por la extravagan­cia que por otra cosa, remanso de paz antes de que el esce­nario principal reviente más adelante.
 
En el extremo contrario, Ja­mes Bay prefiere ser discreto y dejar el campo para la multi­tud que coreará a Post Malone más adelante. No es para me­nos, el hombre con kilos y ta­tuajes en exceso conecta con su música con una generación que sufre de manera distinta: en tonos fosforescentes.
 
De vuelta al escenario con sombra, la chaviza ha dejado su espacio a la momiza. Ge­nexers y Boomers han deja­do a sus hijos sufrir con Post Malone o en lo que era con el soft rock tirado a pop de Walk the Moon –que, dicho sea de paso, suena más a co­mercial de compañía celu­lar– y visitan el homenaje a los 70 desplegado por Gre­ta Van Fleet. Sin pudor algu­no, una zona del Grant Park vuela 40 años atrás para ho­menajear a Led Zeppelin –o a Wolfmother, dependiendo la generación– con maestría y fuerza necesaria para un fes­tival como este. En otro tiem­po y espacio, la banda hubiera saltado a uno de los dos es­cenarios principales en un slot como este, pero los gus­tos musicales se han modi­ficado de manera total. Las guitarras parecen estar no en desuso, pero sí bajo otros pa­rámetros de venta y métrica de streaming.
 
Como una muestra más del signo de los tiempos está BØRNS. Hace un par de años, cuando lanzó su “electric love”, muchos pensaban que no pasaría de uno de mis es­cenarios experimentales de este y otros festivales. La cir­cunstancia es otra en esta edición. El cantante –en imi­tación o influencia (como otros en esta noche) del rey del pop– habla de forma agu­da y amable. Características que hacen acomodar a sus se­guidores a sus pies y corear los cuatro éxitos que tiene en su carrera.
 
El cierre tiene sus con­trastes. Dillon Francis jala a quienes fueron cautiva­dos por su experimento casi reggaetonero de este 2018 y lo libra ante la enorme com­petencia de actos para termi­nar la jornada.
 
De la misma forma, Jungle intenta ser exitoso en el lanza­miento de su nuevo disco. La banda inglesa cumple con una actuación perfecta, sin erro­res, con una calidad igual a la del estudio de grabación, cosa complicada para ser la pri­mera ocasión en que se inter­pretan en vivo algunas de las canciones de la más reciente producción.
 
Y The National cautiva gra­cias a la voz y beligerancia in­cansable de Matt Berninger quien no desaprovecha el foro para reiterar los porqués de su música como sabotaje a una realidad de medias verdades y políticas fallidas. En una ac­tuación de calidad y entraña­ble, la banda de Ohio cierra el festival.
 
No obstante, ninguna de las tres propuestas puede con el enorme, avasallador imán de Bruno Mars. En el mismo escenario donde Gaga luchó contra el prejuicio, Mars sacu­de y arrasa. Ni los Foo Fighters o Eminem o los Red Hot Chi­li Peppers. Vamos, ni Mc­Cartney logró convocar esa cantidad de gente en ese pe­dazo del parque que, durante hora y cuarto, fue sólo de un show donde la luz pirotécnica, la facilidad de baile y el cam­bio de paradigma hicieron que la conquista del pop de la mano de Bruno Mars quedará concluida.