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salud

¿Cómo fue que convertimos la tristeza en un trastorno psiquiátrico?

Agencia | 15/01/2018 | 20:41

Cuando Roland Kuhn descubrió el primer antidepresivo de la historia, la imipramina, los directivos de Geygi dudaron si ponerla en mercado porque la depresión era tan rara que no creían que pudiera llegar a ser un medicamento rentable (Healy, 1999). Eran los años 50 del siglo XX, pero parece una realdiad alternativa.
 
Hoy, la depresión es omnipresente. Solo en España, el consumo de antidepresivos ha crecido un 200% en los últimos quince años y no es sino el reflejo de una imparable tendencia internacional. ¿Cómo es posible que, en poco más de medio siglo, la depresión se haya convertido en algo "tan común"? ¿Estamos confundiendo la tristeza normal con un trastorno psiquiátrico, como dicen muchos expertos? ¿Estamos patologizando la vida cotidiana?
 
Entender mejor para tratar mejor
 
Cuando se habla de "invención de las enfermedades mentales" o "patologización de la vida cotidiana" corremos el riesgo de minimizar problemas tan serios como la depresión y eso es algo que no está en cuestión. Al contrario, la idea es entenderla mejor para tratarla mejor.
 
Como decía el neurólogo Luis Querol, "si nos ceñimos al concepto convencional de enfermedad, cualquiera que haya visto SUFRIR a un depresivo melancólico [...] reconocerá que es una enfermedad". Es totalmente cierto: la depresión es un trastorno especialmente insidioso y destructivo. Según la OMS, no sólo se trata de la principal causa mundial de discapacidad, sino que afecta a 350 millones de personas y está detrás de 800.000 muertes cada año.
 
Sin embargo, esto no explica por qué la depresión se ha convertido en una epidemia. Sobre todo, porque no es una enfermedad que "acabemos" de descubrir. La melancolía es uno de esos trastornos psiquiátricos tan viejos que ya fueron diagnosticados por Hipócrates y la medicina griega clásica.
 
Desde el siglo XIX, la tradición diagnóstica europea separaba la mayor parte de trastornos del ánimo de la melancolía profunda e incluía esta entre las enfermedades que acaban por consumir a la persona (como la demencia senil). A principios del siglo XX, la práctica psiquiátrica ya diferenciaba claramente entre depresión endógena o melancólica (que afectaba a entre un 1 y un 2% de los pacientes) y la reactiva o neurótica (mucho más común) que era producto del estrés, la pérdida o el dolor.
 
En 1980, en medio de una profunda crisis de reputación de la práctica psiquiátrica, el DSM-III cambió la forma en que concebíamos la depresión. Pasa de un modelos etiopatogénico (que se preguntaba por la causa de la enfermedad) a uno semiológico (que, en su pretensión de ateoricidad, se asentaba en la sintomatología). 
 
Una mirada poco atenta podría pensar que el cambio fue terminológico y que solo se sustituía "endógena" por "mayor" y "reactiva" por "distimia"; pero, en realidad, el DSM-III ampliaba el terreno de juego. La melancolía pasaba a ser uno de los cinco subtipos de la depresión mayor y, con ello, el trastorno depresivo base pasaba de tener una prevalencia de un 2% a una prevalencia de hasta el 17% (Kessler y otros, 2005).
 
En los últimos años, un buen número de historiadores (y activistas) han insistido que ese cambio y la presión comercial de las farmaceúticas (Horwitz y Wakefield, 2007) nos han llevado al sobrediagnostico actual de la enfermedad (Mojtabai, 2013; Parker, 2007).
 
En su forma más fuerte, es un argumento difícil de rechazar. Sobre todo porque no es que se niegue la existencia de la depresión, sino que se argumenta que el fracaso de epidemiólogos, psiquiatras y científicos sociales a la hora de diferenciar 'tristeza normal' y 'trastorno depresivo' está llevando a políticas de salud que condenan muchas personas a medicarse innecesariamente y a cargar sobre sus espaldas el peso del estigma.
 
Porqués, dudas y conspiración
 
En el fondo, aunque no se suele decir claramente, estamos hablando de 'iatrogenia'; es decir, de un sufrimiento o daño para la salud causado por los propios profesionales sanitarios. La crisis actual de opiáceos en Estados Unidos demuestra que, lejos de ser pura conspiranoia, las farmaceúticas y sus balances de resultados pueden crear un problema sanitario de dimensiones colosales.
 
Sin embargo, no debemos ser injustos, ni caer en un maniqueísmo banal. Aunque pueda parecer contraintuitivo y paradójico, muchos problemas solo aparecen cuando tenemos la solución a ellos. Sin antidepresivos ni terapias conductuales efectivas, la depresión era tristeza profunda, pena negra que brota, sombra negra que me asombra. Algo que estaba entre nosotros y no había nada que pudiéramos hacer para evitarlo.
 
Dicen Horwitz y Wakefield que "la tolerancia a emociones normales, pero dolorosas ha caído" en Occidente. Y puede ser verdad. Pero olvidan dos cosas fundamentales: que, por primera vez en la historia de la humanidad, podemos prescindir de ellas y que no es un problema personal, el mundo moderno ha tendido a priorizar el productivo optimismo y ha olvidado cómo convivir con la tristeza.
 
¿Para qué queremos convivir con la tristeza?
 
Llegados a este punto nos damos cuenta de que, si queremos aprender a separar mejor la "enfermedad" de la "normalidad", no se trata solo de impugnar el sobrediagnóstico depresivo, sino de reivindicar la tristeza. El problema es ese, ¿para qué querríamos reivindicar la tristeza? Y la respuesta, sinceramente, puede llegar a sorprendernos.
 
La tristeza, decía Lazarus (1991), promueve la reflexión personal después la pérdida. Centra nuestra mirada en nosotros mismos, promueve la resignación, invita a la aceptación (Izard, 1993). Nos permite perder tiempo para actualizar "nuestras estructuras cognitivas" (Welling, 2003);  es decir, para acomodarnos a la pérdida. 
 
Esa función reflexiva de la tristeza nos permite detenernos. Y sopesar acciones, revisar nuestras metas, modificar nuestros planes (Bonanno & Keltner, 1997; Oatley y Johnson-Laird, 1996). Nos vuelve  más atentos al detalle, más precisos. Nos hace huir de las heurísticas y los estereotipos (Bodenhausen, Gabriel y Lineberger, 2000; Schwarz, 1998) y desconfiar de las primeras impresiones (Schwarz, 2010).
 
La excitación fisiológica disminuye y nos hace más proclives para para el pensamiento lento (Overskeid, 2000). Además,  nos conforma como grupo. Provoca simpatía, empatía y altruismo en los demás (Keltner y Kring, 1998).
 
El complejo equilibrio entre la "normalidad" y la "enfermedad"
 
En 1843, Charles Darwin escribió una carta de pésame a un primo lejano en la que decía que "los afectos fuertes siempre me han parecido la parte más noble del carácter del hombre y la ausencia de ellos un fallo irreparable; quizás debiera consolarte saber que tu duelo es el precio necesario de haber nacido con ellos (porque estoy convencido de que no son aprendidos)".
 
Era, en realidad, una verdad a medias. Es cierto que los seres humanos nacemos con ciertas tendencias naturales, pero la cultura, la sociedad y la educación acaban por darles la forma definitiva. Hay muchos ejemplos que muestran cómo la distintas culturas han constreñido partes de la personalidad humana hasta hacerla casi patológica. La extraña forma de esperar el bus en Finlandia es divertida, pero no debemos olvidar que son solo una expresión de que un escandinavo tiene 13 veces más peligro de desarrollar 'ansiedad social' que un mediterráneo.
 
Como señalaba al principio, la depresión se trata de la principal causa mundial de discapacidad y su coste económico es de varias decenas de miles de millones de dólares solo en Estados Unidos (Wang, 2003). Además es profundamente dolorosa. Parece lógico (y humano, si me apuran) que haya una presión cultural para eliminar todo lo que tenga que ver con ella. Incluída la tristeza.
 
Sin embargo, si como señalan los investigadores, la tristeza tiene una función evolutiva que promueve actualizar nuestras estructuras cognitivas y nos permite adaptarnos a los cambios profundos de nuestro entorno, eliminarla podría ser un error. Sería, si me permiten la expresión, no dejar que cicatricen las heridas y eso, por muchos analgésicos que tomemos, deja marcas a nivel personal y social.
 
Ese, entre todo el ruido, es el problema de fondo. Cómo tratamos la depresión sin patologizar la tristeza y cómo convivimos con la tristeza sin descuidar la depresión. En resumen, se trata de un problema que siempre nos ha acompañado: cómo separar lo que nos mata de lo que nos hace más fuertes. Y en este campo nos queda mucho por aprender.