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Diálogos dentro de un metrobús

Eduardo Marceleño | 26/03/2017 | 01:56

Eran las 11 de la mañana y yo tenía suficientes motivos para entrar al Sanborns más cercano, y orinar sus cómodos baños. Andando por Insurgentes Sur, a la altura del Parque Hundido, comenzó la necesidad, el punzante recordatorio de tres tazas de café que media hora antes había tomado en la sala de espera de cierta oficina.

Encontré una pastelería y usé su baño con descaro, pues no me dio la gana comprar nada, ni una galleta. Al salir nadie me increpó, yo creo que ni siquiera notaron mi urgencia. El desplante me tranquilizó, pero no por mucho tiempo, ya que necesitaba cambio para subir al metrobús y no traía conmigo más que un billete de quinientos pesos que no estaba dispuesto a derrochar en la máquina de créditos. Esta, en efecto, no da monedas de cambio, se traga todo el dinero de quien desconoce la regla.

Caminé varias cuadras, algunas calles estaban en construcción por lo que había que rodearlas. El sol comenzaba a picar y entonces decidí que estaba muy fastidiado para seguir. Me detuve en un puesto de revistas y compré El País, obligando al mañoso vendedor a conseguir cambio para mi transporte

Una hora antes de entrar a la oficina donde beber tres tazas de café americano fue menos motivante que buscar un baño, había telefoneado a mi amigo de universidad –y también de anécdotas, pues hablar con él supone una suerte de historias de todos matices–  Carlos López, para quedar en el Centro y visitar algunos lugares de interés, de paso pararíamos en bares de la zona para tomarnos algo

Ya abordo del metrobús, me encontré en un sitio muy despejado. La tranquilidad volvió de súbito. Me acurruqué en una esquina para, mientras leía el periódico, no colisionar debido a la velocidad, a veces injusta, del transporte colectivo. Con ambos brazos extendidos, muy ufano, repasé sin algún orden los contenidos de la edición latinoamericana. El gesto me pareció estupendo, de divertida elegancia, solamente un par de viejos al fondo leían alguna especie de diario al igual que yo. Ojeando, encontré un artículo de David Trueba que hablaba sobre lo absurdo de Trump, donde tomaba como eje rector la política contra los refugiados en EEUU provenientes de países musulmanes.

Trump está loco, pero Trueba no entiende los motivos de su demencia, pensé al adentrarme en las lineas del autor. Todos tenemos opiniones, aunque merece la pena saber que incluso las opiniones discriminan el mucho o poco talento de quien se suscriba a ellas. Es aquí donde infiero que entre mayor sea el acercamiento con el objeto a analizar, quiero decir, cuánto más próximos estemos del fenómeno, es posible alcanzar un nivel supremo al momento de ejercer la crítica. Digamos, entonces, que los anillos del conocimiento sobre un determinado tema se abren poco a poco, deslizándose con suavidad, incluso con cierta ternura e inocencia hacia uno. Situémonos frente a un animal al que se le doma mediante la delicadeza del interés desaforado, se le escudriña en sus rincones más abyectos y, de pronto, estamos ante una magnífica clarividencia; el acercamiento más tangible de la realidad. De esta manera, recorriendo cada tesitura, iniciamos el reconocimiento total del terreno. Ahora, lo dominamos. Entonces, cuando estos niveles de proyección cognitiva son expuestos en su máximo esplendor, la crítica será absoluta; la interpretación en su momento más oportuno.

Ja, ja. Todas esas ideas llegaron a mi cabeza con apenas dos estaciones recorridas, me sentí muy brillante entonces. Por lo demás, estoy seguro que no se trata de una tesis digna de postular, ni siquiera le alcanza para un mediocre simposio de alguna universidad patito. No me culpo, a las 12 del día el fatigante tráfico vehicular de la Ciudad de México  hace pensar demasiado. Intenté descifrar el sentido de la verdad que plantean los editorialistas del mundo. De lo que estaba –y sigo estando– seguro es de que pensar con pesimismo es un buen comienzo. Sí, al menos tenía ya un punto de partida.

Reí sardónicamente de David Trueba, lo imaginé muy indignado en su escritorio, coronando el repudio colectivo; las gafas empañadas que limpió con avidez al dar por terminado su artículo. Sin embargo, debo hacer aquí una acotación válida: para cuando el metrobús avanzó tres o cuatro estaciones más hacia el norte de la ciudad, el artículo del idolatrado David había concluido con un espléndido cierre que analizaba la situación económica de la Unión Europea, remataba con una insondable meditación sobre los refugiados y España, su país. Al menos eso le quedaba, el paralelismo. Qué horror.

Mi amigo había llegado desde hacía diez minutos, mi pesimismo hizo que pasara desapercibida la estación en la cual debía bajar. Sin problema, telefoneé, me disculpé y le pedí cinco minutos de espera, mi amigo, desde luego, aceptó muy quitado de la pena.   El día fue bien, me entretuve con casi todo lo que veía. Luego de varias cervezas consumidas me retiré a dormir, estaba exhausto.

Por lo demás, recordé el episodio del metrobús el pasado 8 de marzo, al notar que las publicaciones en redes sociales no paraban de encomiar a la mujer. De manera aleatoria, descubrí posts con pensamientos que intentaban profundizar en el tono de quien se compromete con su entorno. Eran hombres y mujeres que a través de Facebook informaban a sus contactos una postura de excesiva condescendencia hacia el tema. Todos ellos, dicho sea de paso, echaban mano de lineas vulgares, es decir, del lugar común. Fue terrible, también fue deprimente pero todo era real.  

Curiosa la forma en que todos tienen una opinión que dar en temas de feminismo, diversidad sexual o, en el caso del apreciable David Trueba –como muchos otros columnistas– de Trump. Este risible fenómeno se confirma con las fechas especiales, el lugar donde se asume la conmemoración como una licencia para hablar de sí mismo con desbordada charlatanería.