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Solo para débiles

Eduardo L. Marceleño | 08/12/2016 | 00:03

“El camino se reduce a una extensión gris, sin sabor y sin gozo”

La semana pasada platiqué con un amigo sobre las aspiraciones del hombre al alcanzar los treinta años de edad. Éramos dos jóvenes de veintiséis hablando de aproximaciones, por lo tanto estábamos hablando de miedo, aunque ninguno de los dos comentó nada por el estilo.

Me dijo que había cambiado de empleo, algo más o menos parecido al anterior pero con ventajas muy puntuales para él: cercanía con su casa y, desde luego, un mejor sueldo. Esbozando una breve sonrisa me comunicó que contaba con todas (e hizo particular énfasis en “todas”) las prestaciones de la ley, por lo que dentro de sus planes se encontraba gestionar un crédito para adquirir una propiedad. Abríamos camino al campo de análisis de los treinta.

Este es el momento para hacer dinero, me dijo alarmado. Se refiere a la completa explotación de nuestras energías, encausadas al trabajo. Lo imaginé muy temprano en la mañana, todavía los rayos solares no se han colado por la ventana y entonces comienza una fatigante batalla con la alarma de su iPhone, en busca de la tregua que le regale unos momentos más. Aunque en el fondo de su castigada conciencia sabe que merece ese modesto placer, de inmediato le invade la culpa. Es así como ha despertado para irse a trabajar.

Según él, y puede que tenga completa razón, los jóvenes adultos tenemos un determinado lapso de tiempo para hacernos de patrimonio, luego de cierta edad emprendemos una inminente caída hacia la devaluación profesional y personal. Para explicarme mejor su manera de ver las cosas coloca el ejemplo de otro amigo: “Durante sus años de universidad se dedicó a reprobar las materias a la par de gozar los jardines que abrazaban las aulas. Retozando con triunfante dicha, desarrolló una habilidad insólita que la mayoría de los jóvenes universitarios no alcanzan a desarrollar: entender que algunos sistemas no están hechos a la medida de todos los seres pensantes de este jodido mundo. Luego decidió salirse para entender las desavenencias de su juventud. Al final descifró sus capacidades y se consiguió un trabajo que le reditúa increíblemente bien y lo mejor de todo, lo ha aprendido a disfrutar”.   

El ejemplo de nuestro amigo lo considera una excepción, una extraordinaria fortuna. Decido que tiene razón y la conversación se vuelve deprimente.

La juventud es la única etapa del hombre en la que de verdad se puede vivir a plenitud, nada importa entonces y las contracciones hormonales estallan para decirnos que somos libres. Después pasa el tiempo y la sexualidad se vuelve un ejercicio rutinario, en casos extremos hasta aburrido, se extingue la furia demostrativa, nos contenemos y la vida nos embiste inevitablemente. Creciendo, empezamos a entender la edad adulta como una antesala de la muerte, todos los esfuerzos consisten en preparar la herencia para otras personas que a su vez sabrán aprovecharla con toda la pasión si es que son jóvenes. Este ejercicio es brutal pero así hemos llegado a la sustancias de la conversación, entonces cambiamos de diálogos y decido reproducir un clásico: I’m Only Sleeping.