Jueves 28 de Marzo de 2024 | San Luis Potosí, S.L.P.

Solo para débiles

Eduardo L. Marceleño | 16/11/2016 | 00:35

Casi en todas las oficinas del mundo el café es un hábito insoslayable. Decir “casi” es referirse a los no-días, cuando se fue la luz o cuando el café se terminó, por hablar de problemas menores.

En días recientes, una entusiasta oficinista se ofreció a organizar una cooperación para comprar una cafetera nueva. Los distintos departamentos que conforman el edificio tienen la suya y no ven mayor preocupación que asegurarse de tener una reserva de café disponible. En nuestra área lo que sobra son reservas, pero llevamos todo el año pidiendo prestada la cafetera que otros no utilizan. La falta de café matutino se ha vuelto una angustiosa constante. 

Llegué temprano, San Luis amaneció con frío. La oficina estaba quieta y no me sorprendió la ausencia de café. En otro momento, con más efectivo en la bolsa, hubiera ido a la cafetería más cercana a comprar un vaso de café americano, pero decidí que tenía muchas cosas que hacer para no tener que lamentar mi condición económica en una mañana tan nostálgica.

Tiempo atrás, durante una de esas conversaciones donde el tema rebasa la ingesta de cerveza, discutí con un amigo la importancia de beber café por la mañana. La infinita retórica del tema nos situó en la insustancial conclusión de que aquella bebida era un motivante natural. Mi amigo se alteró tanto con el tema que no me dejó exponer otros puntos de vista:

Aquel ritual matutino se encarga de disolver variados aspectos de la condición humana. En las oficinas del mundo el café es el protocolo panteísta de los empleados, un motivo necesario para sublimar la rutina necesaria. En los cafés del Centro, un delicado aire de finura se percibe en las mesas; el arte de la conversación se despliega a través de los cánones del convencionalismo, allí no se regatea un “diputado”, “ingeniero”, o “licenciado”. Los cafés son el lugar del suceso civil en donde el habla cortés es la mejor carta de presentación, la que mantiene el calor y evade el enfrentamiento: “disculpe usted”, “a reserva de su punto de vista”, etcétera.

Por otro lado, se ha formado una pretensión en torno a la milenaria bebida. Otra trabajadora de la oficina siempre emite un alarido similar al de un orangután cuando olfatea el rastro de café, se vuelve contentísima, según ella, porque tomar café la mantiene eficiente. Es del tipo de personas a las que el café las ha convertido en un triste estereotipo. Es capaz de beber hasta seis tazas en una jornada de trabajo, presume cada que tiene oportunidad. 

Había llovido y llegué con la chamarra moteada. Como es costumbre, saludé de buenas. Todos estaban en lo suyo y regresaron el saludo con un mohín simplón. De pronto, a mi lado, un orangután se escandalizaba. Los empleados se volvieron a la entrada, donde la entusiasta oficinista llegaba con una enorme bolsa de Woolworth en los brazos.

La multitud se amotinó alrededor de la oficinista que a pesar de la llovizna no perdía el ánimo. Una voz ordenó desempolvar las reservas de cafeína, un segundo dijo “yo voy por ellas”, –los sobres de azúcar los tiene el Contador –terció otro. No cabe duda, el café cambia a las personas. ¡Por fin teníamos cafetera!