Viernes 19 de Abril de 2024 | San Luis Potosí, S.L.P.

Solo para débiles

Eduardo L. Marceleño | 03/11/2016 | 23:50

El autoelogio es una forma de la antipatía a la que cada vez más personas recurren. No es algo fácil de explicar desde la perspectiva de quien asume sus “triunfos” con la emotividad necesaria para desatar toda una campaña en la somera vigencia de las redes sociales. Es ridículo. 

Muchos años atrás, un amigo me comentó que todos los artículos que publicaba en el Diario de Sevilla se firmaban bajo un seudónimo. Por esos días, ambos editábamos la revista “El Club del Ruido”, un esbozo del trabajo musical que se realizaba en la capital andaluza, le pregunté por qué prefería esconderse, me dijo que todo era una cuestión familiar; su padre no podía soportar una aventurada crítica hacia el ministerio donde se ganaba la vida.

Con el paso del tiempo, y varios ejemplares vendidos, mi amigo, que en este artículo he decidido llamarlo H.H., ganó el premio a la mejor crónica en un certamen local. Cuando el jurado preguntó quien era el intrépido narrador, H.H. decidió sepultar su quehacer periodístico: el cronista lo había logrado todo, su nombre no tendría ningún sentido frente la magnitud de su texto.

Los baños de ego han dejado de pertenecer a personajes definidos: políticos, aristócratas, artistas. El mundo de hoy exige los gritos narcisistas de todos los niveles posibles, ser antes que estar u observar. Desde ese virtual entorno, el periodista carece de licencia para rendirse a las tentaciones fáciles. Debe ser una postura opuesta que ejerza la critica; el vindicador solitario que apela al anonimato que nunca podrá alcanzar. Colocarse la investidura del personaje principal quita méritos al cronista, lo demerita.

Merece la pena decir que pocos cronistas logran escapar a la vulgaridad, uno de ellos es Martín Caparrós, quien ha demostrado ir en contra de la corriente establecida con formidable sentido narrativo. La excepción se forma de carácter y trabajo; el protagonista llega cuando el periodista se extingue para evolucionar a un nivel superior.

He mencionado en textos anteriores que el periodismo en San Luis vive una creciente en cuanto a talentos jóvenes, quienes buscan desprenderse del viejo estilo donde la cátedra dictaba un perfil bajo del periodista, la situación que inevitablemente terminaba por relegarlo de toda posibilidad demostrativa de sí mismo.

En contra parte, existen personalidades en esta comunidad cuya pretensión es empalagosa, caen mal con su reiterativa apología de sí mismos. No hay nada que juzgar a la persona detrás del periodista, de alguna manera todos tenemos derecho a buscar las variantes del reconocimiento colectivo. En cambio, me parece aberrante que ciertos observadores den prioridad a su desenvolvimiento periodístico antes que a la historia detrás de las razones. La conducta no solo es repulsiva, también es preocupante.

El periodismo no tiene una reglamentación definida, pero se configura a partir de premisas. Una de las ventajas de esa condición expresiva es la capacidad de editorial; los contenidos se bautizan con una directriz cuyo impacto depende de la tenacidad del editor. De acuerdo con el manual de estilo de El País, una premisa importante es no pecar de la autorreferencia al medio que publica, el recurso, en sí, debe cuidarse al máximo, su uso excesivo puede convertir la publicación en una baratija molesta y vulgar a la lectura: quien se reitera a sí mismo que tuvo la exclusiva hace dudar al lector de la veracidad de las lineas publicadas.

Todo medio de comunicación tiene derecho de hacer con su información lo que mejor le convenga. Como lectores, antes que periodistas, consultamos los diarios con sed de contenidos insólitos, textos espléndidos que lo último que digan es quién lo escribió. Sólo de esa manera el narrador cobra inaudita relevancia, juega, en el silencioso juicio del lector, el papel principal que nunca debió jugar.