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Solo para débiles

Eduardo L. Marceleño | 28/10/2016 | 00:44

 
 
El Jardín de San Francisco esconde insólitos rincones a lo largo de sus alrededores. Considerado uno de los sitios de recreo más importantes del Centro, el parque favorito de López Velarde tiene escondrijos que despiertan las más minuciosas formas de la condición mística. 
 
En días pasados decidí que para leer mi edición especial de la Novela Negra, que edita la Universidad de Puebla, necesitaba un lugar diferente a la sala de mi casa. Como en ocasiones se pierde el tiempo en elegir, la primera opción fue la única: las bancas del Jardín de San Francisco quedan a unas cuadras de mi casa y el sol de la tarde pega muy bien para leer.
 
En los últimos años he tenido la sensación, jamás estimulada por la realidad, de que ciertos espacios facilitan la comprensión de la lectura. Esto, desde luego, es una apreciación personal que me ha llevado a repudiar un libro por no encontrar el lugar adecuado para conocerlo, como a enajenarme con espacios decididamente capaces para leer. Mi visita al Jardín suponía una exploración inducida, acaso necesaria para una exigencia íntima. 
 
A diferencia de otras personas, no me resulta sencillo leer en el primer lugar que se presenta. Tal vez por eso mis números, en cuanto libros leídos, nunca saben de un promedio definido con cada año que pasa. De forma sorpresiva, dentro de la multitudinaria afluencia del Jardín, di con una banca estupenda, sospechosamente vacía dentro de la dinámica propia del lugar, bien establecida en la gente por todas las generaciones posibles.  
 
La mejor parte de todo es que la banca estaba vacía, aunque es algo raro, advertí la razón al poco tiempo. Por lo usual las bancas de un lugar tan concurrido se ocupan rápido, esta no. Frente a mi banca se erige una funeraria. 
 
Al lado izquierdo de la funeraria se encuentra, enhiesta y clásica, la iglesia de San Francisco, donde el candil de barco sedujo al poeta maldito. Al otro lado, un templo presbiteriano. Curiosa la forma en que la espiritualidad decide acomodarse: pasado, presente y futuro, el único testigo es la inamovible banca de acero y astilla.
 
Los elementos en ese orden me impresionaron. Decidí que ya no quería leer sobre la novela negra, sino observar y disolver el misterio entre las voces desconocidas. Era fácil notar las miradas furtivas de señoras que al ver la banca querían sentarse a descansar, pero fueron incapaces a desafiar el sortilegio de los tres entes. Ceñidos uno tras otro, imponían una autoridad incorpórea, como si estuvieran observando todo el tiempo y vigilaran, en su firme designio, que la banca se mantuviera vacía a toda costa. 
 
Según los registros, el poeta zacatecano radicado en San Luis Potosí, Ramón López Velarde, encontró en el Jardín de San Francisco el lugar desconocido de sí mismo; un terreno fértil para la creación poética, sólo había que socavar sus propósitos con la energía del alma.  
 
Finalmente decidí sentarme a leer y me despojé de todo fetichismo posible, la luz natural se había ido y la farola al lado de la banca se encendió en un fulgurante tono blancuzco. Las buenas historias carecen de escenarios comprobables, esta se narra en perspectiva: ¿Cómo otorgar legitimidad a una banca que fue construida para permanecer vacía?