Viernes 19 de Abril de 2024 | San Luis Potosí, S.L.P.

Solo para débiles

Eduardo L. Marceleño | 03/10/2016 | 01:06

A veces el lugar que habitamos parece tan desconocido que carecemos de argumentos para explicarlo. La preponderante fijación de la forma sobre el fondo ha generado un interés superfluo por los detalles.

El 25 de agosto pasado, hace casi dos meses, Ricardo me invitó a desayunar muy temprano. Quedamos en el centro, frente al reloj del Jardín Colón. No ha sido la primera vez que desayunamos, las invitaciones del otrora director del Archivo Histórico siempre son atrayentes, llenas de una insólita carga informativa, tan sustancial y bien procesada que se absorbe ágilmente.

Ya en la mesa, el abogado se inclinó por un desayuno extravagante: huevos a la cazuela. La receta sugería algo más que un desayuno típico, contenía aderezo de jocoque y pan pita. Yo decidí que quería algo más neutral. Como siempre he admirado la cocina del norte, ordené huevos con machaca.

Comentamos de todo. Como es costumbre, los temas de la cotidianidad con Ricardo siempre terminan en un formidable recuento histórico. Fue así como hablar de la niñez de mi abuelo nos llevó a una conversación sobre los siete barrios de la ciudad, a su fundación, a la sometida tribu chichimeca; a los contratos de esclavitud tan comunes en otro tiempo, el tiempo de San Luis Rey, figura totalitaria de la colonización local. 

Merece la pena saber que Ricardo es hermano de mi abuelo materno, caído hace un año. De manera paradójica, nuestra comunicación se ha fortalecido gracias a la muerte de mi querido pariente. Tiene sentido, casi siempre los lazos familiares encuentran mayor proximidad en el lamento.

El 25 de agosto San Luis Potosí celebra a su máxima efigie. Un motivo que más allá del aspecto cultural obliga a la reflexión, es decir, remonta a los orígenes. En más de una ocasión me he visto inmerso en una disertación donde sus actores no conocen el año de fundación de la ciudad, mucho menos les suena familiar el nombre de Miguel Caldera. Es natural, por lo demás, sabemos que el Capitán fundador de nuestro pueblo ha sido identificado más por ser un señuelo urbano que por noble colonizador.

A mitad del desayuno, mi tío habló sobre las haciendas de beneficio. Mientras yo intentaba dominar una machaca suelta, el historiador remarcó el asunto con una tendencia absoluta, como si yo conociera del tema tanto como él.

La verdad sea dicha, yo no tenía ni la más mínima idea de lo que estaba diciendo. Como la sinceridad siempre ha sido el motor de las mejores conversaciones que he tenido, me atreví a decirle que no lo seguía, que no sabía lo que era una hacienda de beneficio.

Resulta que San Luis fue colonizado por su atractivo potencial minero. El rey parado sobre la riqueza en el escudo de nuestro estado es símbolo del somero culto que caracterizó esos días. Luego de saquear las minas, los valiosos metales tenían que ser procesados, el lugar para que eso sucediera eran las haciendas de beneficio.

Mi tío me platicó que en las haciendas de beneficio se curaba el oro a partir de diversos métodos, desde los golpes de una mula, hasta el sometimiento del precioso metal en cazuelas hirvientes.

Aunque se trataba de una temática de indiscutible interés común, seguía siendo ajena a mi acervo personal. No entendía por qué mi interlocutor hablaba de aquellas haciendas con tal familiaridad, como si de alguna manera estuviera esperando mi retroalimentación en una misma sintonía. Entendí el momento como la responsabilidad de agudizar el interés por las palabras de mi tío.

Las haciendas de beneficio fueron levantadas en toda la ciudad. Construida en el lejano año de 1612, veinte años después de haberse fundado la capital del estado, una de ellas sigue de pie en el Centro Histórico; los muros testigos de la explotación minera distan mucho de ser derribados. Con atrevida ironía, el tiempo ha convertido aquel inmueble en el lugar de esparcimiento de las nuevas generaciones. 

La Casa de las Bóvedas es el lugar común de una noche de fin de semana, varios de mis amigos y yo acudimos a ese bar de manera casi rutinaria. Su arquitectura cordial invita a la despreocupación. Así, pasamos las noches consumiendo con entusiasmo las bebidas que allí se preparan y comentamos largo rato ignorando su trasfondo. Somos la generación furtiva de las huellas que nos rodean.

Algunos sabemos quién fue el Capitán Caldera o el año de fundación de la ciudad, pero desconocemos las señales primarias, aquellas cuya carga histórica se mantiene más vigente que nunca. Mi tío estaba ahí para darme otra lección. Con olfato infalible, el historiador habló desde un contexto atemporal, consciente del pasado perfecto que afinó la conversación contemporánea con su sobrino.

La retórica de los lugares suele generar una conexión definitiva, muy similar al vínculo de dos familiares que se encuentran en el registro de los años.