Viernes 26 de Abril de 2024 | San Luis Potosí, S.L.P.

Solo para débiles

Eduardo L. Marceleño | 21/06/2016 | 03:15

Antes de llegar a casa de A, hice una parada técnica en la mía. Me cambié de camisa, mojé mi cabello y apliqué un poco de perfume en las solapas, así como en las partes más estratégicas del cuello. Un movimiento natural para alguien que busca desempeñar un buen papel durante una noche de cita. 
 
Seguir el protocolo parecía una mejor idea que el ya cansado repertorio de la “improvisación”, siempre recomendado pero que termina por generar mayor tensión por la simple razón de que nadie se programa para “improvisar”, tal pensamiento se vuelve crítico y termina por convulsionar la noche, y al final ni una cosa ni la otra. De esta manera, me incliné por el conservador sentimiento protocolario que dicta seguir una estructura en tres actos, rápida y sencilla; caminar sobre los pasos conocidos. 
 
Ese día, por la mañana, viajé a la ciudad de Rioverde como parte de una comisión cultural derivada de mis labores en Cineteca Alameda. Posadas se encargó de conducir, su veloz calzado del número 5 y medio y su destreza al volante lograron que llegáramos en menos de dos horas. 
 
Merece la pena mencionar que el plan de viaje incluía una estancia no mayor al medio día, de ese modo yo llegaría a San Luis con el tiempo suficiente para realizar la cuidadosa selección de pantalones, camisa y calzado. Me alcanzaría incluso a reproducir iTunes durante la ducha y afeitar cuidadosamente cada vello de mi cara antes del encuentro con A. 
 
No es la primera vez que escribo sobre la irreversible casualidad con la que el caos ordena nuestras vidas. El viaje se prolongó hasta las seis de la tarde, mi cita había quedado cerrada para las 8 de la noche, y estaba, entonces, en un problema de tiempo y espacio, así como de formalidad. El acuerdo estaba en juego. Mi acto protocolario corría el riesgo de estropearse, como si la improvisación se vengara de mí al ponerme en un escenario circunstancial. El viaje laboral dejaba fuera todas mis posibilidades. Ni siquiera el pequeño pero raudo pie de Posadas me salvaría de esta.   
 
Resulta asequible pensar en una improvisación inducida, Julio Cortázar lo apuntó con formidable narrativa en su caótica Rayuela, o el idilio que no se quiere pero se tiene, al tiempo de que se quiere y no se tiene; una caprichosa serie de distintas suertes que hasta cierto punto pueden ser manipuladas. Podía telefonear a A y contarle las razones del viaje, aunque también podía mentirle para reivindicar mi posición de impuntual sinsentido. Ninguna de las opciones eran malas, pero un mayor sentido del honor me hacía cumplir con el deber, si es que se le puede llamar deber. Ridículo, pero así lo asumí en ese momento. 
 
Posadas hizo lo suyo, en tres patadas (pataditas en todo caso) llegamos a la ciudad. Entonces pasé a mi departamento para aprestarme, el reloj apuntalaba hacia al cuarto para las 8. Un cambio de camisa y listo. Las canciones de iTunes tendrían que esperar, el vello facial no era tan determinante, la navaja tuvo que permanecer dentro del maletín.
 
Al llegar, A salió en un agradable pijama de tonalidades violáceas, su cabello estaba atractivamente desordenado, su sonrisa mejoró el momento, eran las 9 y media de la noche.
 
Nunca entenderé, pasé el día concentrándome en los tiempos. Logré llegar derrapando al departamento y, como una suerte de la santería, algo hechizó esos breves minutos en los que cambiaba de camisa, el tiempo corrió tan rápido como el calzado de Posadas dominando el acelerador. La improvisación, el caos inducido, otra vez.  
 
Mi cita terminó en una amable invitación a cenar cerca de la casa de A. Tardé más en contarle esta historia que en terminar el agua de horchata.