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Solo para débiles

Eduardo L. Marceleño | 10/05/2016 | 19:35

De sobra está decir que la mayoría de mis congéneres no creemos en dios, o, más bien, en la iglesia, la religión, sus cánones y prácticas. La era de la información ha sido definitiva; nos ha dejado de llamar la atención la culpa, elemento significativo del control de masas a partir del discurso de los creyentes. 
 
Pero la ausencia de devoción es algo que se nos fue dando en los últimos años, uno deja de creer conforme va creciendo, al ser testigo de la realidad y rehén de la información; el internet ha vuelto este mundo más pequeño, con todo y sus elementos culturales, marginando la religión a la zona del olvido. 
 
Aunque, por otro lado, nos gustaba creer. Aquellos días lejanos en los que pensar en el fin del mundo era un escenario acaso tangible nos llevaban a pensar en la voluntad de un dios. Recuerdo escuchar con atención las oraciones de mi abuela, mis tías dejándolo todo a la fe. Leía con insólita curiosidad los pasajes apocalípticos durante la catequesis; el episodio ese donde los jinetes del mal se apoderaban de las almas depravadas. Era emocionante creer. 
 
Escribo estas líneas minutos después de un encuentro inolvidable: Salí de la oficina para comprar un sándwich de pollo en La Condesa, mientras lo preparaban esperé en la banca de afuera, me senté en medio de dos viejos, un hombre y una mujer que sin temor a equivocarme andaban ya sobre los ochenta años. 
 
La profesora me tendió un par de hojas de máquina, impresiones de difusión. Se trataba de las palabras de la Virgen de Fátima, hacían una amable invitación a salvar mi alma. La octogenaria era profesora de Ciencias Naturales. 
 
Entonces volví a creer. Algo había en la profesora, su mirada de cristal tenía una forma del cautiverio. Me habló de castigos terribles para la humanidad, lo hizo de manera magistral, a diferencia de las viejitas esas que intentan convencerte de volverse cristiano o testigo de Jehová, la profesora contaba sus historias a partir de conocimiento geográfico, dominaba bien los conceptos que definían la falla de San Andrés, la separación de California y los terremotos que ese cataclismo podría traer consigo. 
 
Sentí que estaba en quinto de primaria otra vez, las palabras de mi interlocutora trajeron un placentero sentimiento de culpabilidad y miedo. Durante unos minutos toda mi atención se centró en la conversación, después caí en cuenta y no supe por qué estaba disfrutando lo que me decía. Odié como nunca ser tan pesimista. 
 
Resulta que, por lo demás, la mujer es una seguidora de Stephen Hawking, ve videos en Youtube desde su celular y escucha la radio de Los Ángeles por iTunes. Deslumbrante. Curiosa la forma en que subestimamos a las personas. 
 
Hemos dejado de creer en las divinidades, en demonios y en razones intangibles para creer en argumentos procesados por alguien más. Creemos en realidades institucionalizadas. Cuando era niño mi mamá me dijo que los ángeles existían, se manifestaban al momento que un extraño te sonreía en la calle o emitía algún gesto que aliviaba el instante. Nunca me topé con uno. 
 
Después de la plática la maestra Juanita sacó una rebanada de pastel de coco y me la dio con un comentario entrañable: “ten, por el gusto de habernos conocido”. Entonces recordé lo que dijo mi mamá, me gustó creer que me había encontrado un ángel.