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Monosatírico

Alex Valencia | 15/04/2016 | 20:35

Aquí nomás, friegue y friegue.

Autor cuyo nombre es sabido pero no se dirá porque ahorita no quiero hacerlo.

 

Érase una vez una ciudad a la orilla del desierto. Aun siendo pequeña, todos los aventureros luchaban por gobernarla porque una antigua profecía señalaba que si lograban hacerse de ella, tres años después sería suyo todo el Reino. El pueblo era apacible y toleraba casi sin lamentación sus continuas desdichas, pero llegó un mal tiempo cuando vinieron tres seres para tratar de conquistar la ciudad y luego el reino.

Llegó primero una bruja que devastó la ciudad con ayuda de un concilio de buitres. Luego vino un maestre regordete y bonachón cuyas artes nunca fueron vistas y al final lloraba solo su desdicha. Por último arribó un personaje quien se presentó como un humilde comerciante del pueblo vecino, al cual, según dijo, mucho había ayudado y le estaba muy agradecido. Los pobladores le creyeron y le proclamaron protector.

Una vez tomado el trono se encerró en el palacio y convocó a sus fuerzas ocultas; negoció entonces con artes oscuras, mandó a su jauría a marcar la ciudad con sus colores y le cambió al pueblo un pan por su sonrisa y la promesa de defenderle cuando la gente mala viniera a atacarle. Se enfrentó con gallardía contra algunos de los más antiguos enemigos del pueblo; los fariseos de las vendimias no sometidos a su poder, los espíritus comedesperdicios del pueblo,  las almas malas que sobrepoblaban el castillo. Ante cada batalla, su jauría pedía al pueblo aclamarle, aun cuando éste no conocía de tales enfrentamientos más de cuanto la propia jauría le contaba; los aplausos se volvían atronadores, pero cada vez dudaban más en hacerlo.

Un día, el comerciante –a partir de un clamor popular–, mandó renovar la entrada principal al pueblo con una alfombra roja la cual no todos podían pisar, quienes podían hacerlo estaban contentos; quienes no, se quejaron y pronto pudieron hacerlo de nuevo. Todo estaba bien, pero uno de sus vasallos un día le preguntó cómo pudo hacer tal hazaña. El comerciante, en lugar de contestar, se enfureció y bajo sus ropas apareció una infausta joroba. De igual manera le cuestionaron otros supuestos logros y ante cada uno de ellos, el cuerpo del comerciante se iba llenando de pústulas, deformaciones, verrugas.  Mantenía sin embargo su apacible e inocente cara. “Es una Esfinge” decían algunos, “una Gorgona”, afirmaban otros. Llamó entonces a su consejo y le preguntó cómo podía controlar las maledicencias, “dadles pan”, dijeron unos; “dejadlos cometer delitos pequeños”, sentenciaron otros;  “Hacedlos bailar y beber hasta ahogar sus penas” gritó una voz al fondo.

–¡Eso! –respondió con voz extasiada. –Traed flautistas embelesadores para adormecer al pueblo con sus melodías, dejadles ver la realidad: las cosas no podrían ir mejor en sus pobres vidas antes de mi llegada al trono, y sufrirán males severos cuando me haya ido–. Apremiantes, sus lacayos le trajeron una serie de documentos ininteligibles para su persona y confundido preguntó y declaró: “¿Cuál es la diferencia entre los posaderos y las compañías de espectáculos que nos llenan las gradas de gente aplaudiendo? Quiero a todos aclamando, pero hacedles creer no usaré su dinero; poned a la posadera a cargo de los flautistas y los visitantes, el dinero ahorrado con ello, derrámenlo sobre el pueblo”.

Con el paso de los días, el cuerpo del comerciante siguió creciendo, y con cada secreto escondido, con cada ira, su figura engordaba como una masa informe, amenazante. “Es un ogro, un ogro filantrópico”, sentenció un antiguo pensante. Los bardos tomaron nota e hicieron canciones con las cuales se cuestionaban de las acciones del gobernante y comenzaron a cantarlas al pueblo y más allá de sus fronteras.

Ante estas acciones, el comerciante consultó con la Reina de Corazones qué debía hacer y esta, lacónica, le aconsejó “cortadles la cabeza”. Siguió el consejo y al día siguiente se paró frente a una parte del pueblo y les dijo “hay dragones asolando al reino, quieren destruir sus casas, sus campos y cuanto yo les he dado, debemos llevarles ante la justicia del pueblo, haced correr la sangre, de esa manera debe ser”, lanzó así a la gente contra los supuestos dragones, pero no todos le creyeron…

Así termina la parte conocida de esta historia. Perdida está en los anales del tiempo la conclusión. Muchos coinciden en decir: al final el comerciante terminó aplastado por las voces y nunca habría de ascender al trono del reino, desplegó así sus alas y dio su real rostro llevando al pueblo a una lucha estéril. Hay también quien señala que pasado un tiempo, su máscara caería y las fuentes de agua se secarían, que los panes se pondrían duros, sus monedas entregadas se volverían polvo inservible y… nadie sabe que iría a pasar en adelante. La moraleja es incompleta, la gente del pueblo tal vez tendría la respuesta.

(Antigua leyenda de un pueblo perdido de ubicación desconocida. Cualquier parecido con la realidad blablablá).