Sábado 20 de Abril de 2024 | San Luis Potosí, S.L.P.

Solo para débiles

Eduardo L. Marceleño | 09/04/2016 | 09:04

En casi todos los casos la perfección es una ilusión estimulada por la disciplina. La rigidez al momento de toda ejecución suele terminar en un delirio que escapa a la razón.

Es muy probable que los señalamientos de E fueran correctos, nunca tiene límite cuando se propone encontrar errores. Si la fe de erratas existe se debe a personas como E, cazadores incansables, obstinados con las negativas más que con las afirmaciones en un texto. Por eso digo que muy probablemente E tenga toda la razón, pero no se trata de darle por su lado, sino de reflexionar en su conducta obsesiva, elemento que apuntala la excelencia de las grandes redacciones.

Al inicio de la carrera universitaria me invitaron a formar parte de una publicación para jóvenes; revista con temas de actualidad y de una manufactura ligera, digerible. En ese momento, al entrar al equipo, me di cuenta de la responsabilidad que tiene un editor: las acciones a realizarse en esa área dependen más de la pericia interpretativa de los gustos del lector que de la perfección en sus contenidos. Una persona siempre podrá justificar (e indultar) una falta de ortografía, pero si el texto es aletargado y aburrido, en su intención de ser perfecto, no perdonará la publicación y probablemente no acuda a ella nunca más.

Quien dirige el sentido editorial de toda publicación se concentra más en el eje rector de sus contenidos que en la exactitud ortográfica, para esos detalles es contratada otra variante del escrutinio: los editores de estilo. Por lo demás, el editor debe cuidar el hilo conductor, la temática recurrente, el espíritu plural que conforman los textos.

Llegué a esa reflexión gracias a E. Es cierto, una falta de ortografía en un texto es imperdonable para la academia, pero el periodista siempre podrá decir que fue un “error de dedo” sin que eso afecte el punto esencial de la historia que se cuenta. E no lo ve de esa manera y las observaciones son más que acertadas, también son bienvenidas, pero los errores son una plaga que nunca muere, el monstruo de las mil cabezas: apenas encuentras uno cuando en la siguiente página te esperan tres y en la que sigue dos y a la otra seis. Eso es así.  

Una falta de ortografía que escapó a la revisión final de mi publicación fue suficiente para que E me amonestara con una pregunta inolvidable: “¿no te da vergüenza, editor?”, le hubiera contestado algo feo como: “no, me daría más vergüenza publicar un texto tuyo”, aunque ese no fuera el caso hay ocasiones en que se vale ser hiriente, pero no dije nada, opté por decir que más que vergüenza me preocupaba que ese tipo de nimiedades arañaran el objetivo principal de mi trabajo, una distracción irrelevante. Por lo demás, ella, E, se ha encargado de la corrección de estilo sin que nadie se lo pidiera, una necesidad incómoda con la cual estoy bastante agradecido.

Escribo este texto con cierta esquizofrenia, espero que el editor  que lea estas lineas no encuentre un elemento negativo, acaso lo suficiente endeble como para avalar la obsesión por hallar errores.