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Solo para débiles

Eduardo L. Marceleño | 30/12/2015 | 15:07

Ciertos  espacios marcan la pauta constante de la vida, una pulsación definitiva se construye a través de estructuras cifradas: lugares del uso común que no constatan visitas en tiempo real, en cambio sí, comparten atmósferas espaciales, ajenas a la gravitación sinérgica de una confluencia. La coincidencia no depende de un encuentro directo, sino del hallazgo del halo de una presencia, la sombra de quien visitó el lugar antes que uno mismo. 
 
El domingo pasado visité un sitio de comida que ha sido más conocido por la práctica de la recomendación que por su nada estratégica ubicación dentro de la geografía de la ciudad. El sitio en cuestión ha sido el remedio de traslado por consejo, gracias al buen sazón y su diestra habilidad en el preparado de micheladas. Repito, un lugar de domingo. 
 
Acudí con un amigo (a quien lo llevaba a conocer el lugar de comida, donde una vez más se cumplía la sentencia de la recomendación) en busca de quesadillas de camarón. Naturalmente, por ser un lugar casi secreto, siempre encuentro el platillo deseado, sin embargo, el domingo me topé con una sorpresa: “vino una amiga tuya y se llevó todo el camarón”. 
 
En efecto, el lugar lo conocí gracias a la admonición de un amor pasado. La constancia con la que visité el sitio de comida superó el ánimo de los lugares románticos; cuando la comida tiene mayor peso que el necesario sentimiento de compartir alimentos. Los dueños, quienes ya nos advierten, se han quedado con la imagen de la pareja que lleva a sus amigos al negocio, un dejo de cortesía, acaso equiparable con la lejana imagen del dueto enamorado, permitió que se refirieran a una ex novia como “una amiga tuya”. 
 
Los lugares enlazan vidas, la constancia a los espacios y su uso le dan un sentido mayor al de sus designios naturales, prueba infalible es la coincidencia, ya sea para bien o para mal, en mi caso, el domingo pasado odié por un ratito a la persona que había terminado con el camarón suficiente para que no alcanzara a comer mi quesadilla de domingo, por otro lado me hizo bien recordarla, ¡el espacio compartido contaba con la capacidad de la dualidad!
 
Tiempo atrás, un compañero de clase de italiano me comentó que se había enamorado de una joven que al igual que él era pasajero dela ruta 5. Persistente en un destino equivocado, subió durante dos meses a la ruta 5, a una misma hora, para ver si encontraba a la mujer que lo dejó cautivo en esa caja amarilla con ruedas. El único destino que tuvo el camión era la postrimería, el olvido inducido en circuito. Nunca la volvió a ver.
 
Parafraseando a un buen amigo periodista, los amores fugaces encuentran su valía en la brevedad, por eso son eternos, buscarlos sería un error. 
 
Dos conocidos coinciden en una tarde de café, al momento le han llamado “encuentro casual”, deciden tener una breve conversación y se despiden instantes más tarde. El lugar o escenario de coincidencia, cobra su valía en la planificación de una cita cercana, quizá, y muy probablemente, en otro lugar, acaso desconocido. El caos como eje rector de la vida. 
 
La ciudad de Nueva York tiene un diseño geográfico casi perfecto, cardinal: de norte a sur, de este a oeste, lo que ha permitido ágil verticalidad en el traslado; una urbe diseñada para no encontrarse nunca. Los espacios no alcanzan la cálida colectividad en la cuadrícula perfecta, se pierden en el orden. 
 
La tragedia de los desencuentros neoyorquinos ha hecho que la población más cosmopolita del mundo haya elegido un lugar para la coincidencia, por eso un evento que a todos importa como Año Nuevo se lleva a cabo en Times Square, el centro donde las esquinas confluyen. Curiosamente, en el lugar de las reuniones se ubica Broadway, la única avenida que es sinuosa, desobediente y caótica, una arteria del desorden necesaria para los encuentros casuales.